¿Qué pasará en 2025?

Sobre la crisis republicana

Una explicación sobre la crisis de la democracia republicana, que hace contrapunto con la política tradicional.+)

Una nueva democracia en el continente
La crisis de la democracia representativa no tiene que ver con la crisis económica
Perfil, 20.11.2016
Por Jaime Durán Barba

La crisis de la democracia representativa no tiene que ver con la crisis económica, porque si no, los votantes norteamericanos no hubieran votado a favor de un cambio tan radical.

Los norteamericanos dedican al mundo virtual más tiempo del que usaban sus ancestros para adorar a sus dioses. La revolución tecnológica cambió nuestras relaciones con los otros seres humanos y con el mundo. La opinión pública se volvió autónoma, debilitó a los líderes, a las organizaciones, a los partidos. La gente intercambia diariamente billones de mensajes, sin censura, sin límites, esto aumentó su autonomía, y ésa es la base de la crisis de la democracia representativa. Antes, los ciudadanos sentían la necesidad de que los representen determinadas estructuras políticas, eclesiásticas, sindicales y de otros órdenes. Ahora cada uno de ellos se conecta con el mundo directamente, obtiene información, sabe que puede hacerse escuchar por muchos, no necesita voceros. Hasta hace poco, todos, tanto dirigentes como dirigidos, ignorábamos mucho. Hoy tenemos en el bolsillo a un dios que parece que lo sabe todo y que atiende nuestras consultas. Se llama “Google”. 

La revolución de la información tiene efectos desiguales. En Europa y las zonas urbanas de América se debilitaron los concepciones supersticiosas de la vida, y se han formado sociedades muy liberales. No pasa lo mismo en las zonas rurales, especialmente de Estados Unidos, pero algo cambió. Hace 15 años habría sido inconcebible que el interior le dé un triunfo tan aplastante a una persona con la biografía de Trump. No es probable que se produzca entre los amish un destape como el español, pero la revolución de la información transforma todo.

Los electores no están dispuestos a obedecer a los líderes, menos a sacrificarse por sus ideas. La comunicación política es horizontal, cada ciudadano se siente un sujeto con sus propios intereses en la campaña. En general, especialmente los jóvenes, suponen que la política es algo sucio, en el que se juegan intereses personales, vanidades, hipocresía. Es lo que anunció hace años E.J. Dionne en su libro Why Americans Hate Politics. Pero eso afectó tan poco a Trump que algunos líderes republicanos, incluido el presidente de la Cámara, los ex presidentes del país, la prensa, las universidades, apoyaran masivamente a Hillary. Hubo una masa que se sintió en peligro. Cada uno se informa desde su mundo y teme que si muchos poderosos se ponen de acuerdo en algo, es posible que le hagan daño. Las sumas de apoyos restan votos, como ocurrió con el plebiscito colombiano, el Brexit y ahora con Hillary.

Los miembros de las elites que queremos fortalecer la democracia deberíamos preguntarnos ¿qué podemos comunicar para que los ciudadanos se integren a un proyecto que valga la pena? Cuando los demócratas organizaron su convención llena de carteles, confetti, las sonrisas de siempre y la candidata señalando afectuosamente a un alguien que era nadie, ¿qué mensaje transmitían a los votantes? ¿Es sensato pensar que alguien olvidará sus problemas y sus sueños para decir “votaré por Hillary porque su convención fue más bonita que la de Trump”? Todas las encuestas dijeron que Hillary ganó los tres debates. ¿Para qué sirvió eso? ¿A qué target querían llegar y con qué mensaje? Lo más llamativo de los debates fueron los chismes acerca de la vida privada de Trump y de la del marido de Hillary. ¿Cuántos obreros que temen perder su trabajo en Michigan se asustaron con las frases de Trump? ¿Qué efecto tuvo sobre los electores la ridícula danza de difamaciones del segundo debate? ¿Fueron más los que se entusiasmaron por uno de ellos o los que sintieron desprecio por la política? ¿Cuántos sintieron que los debates políticos eran menos serios y más aburridos que los reality shows?

La mayoría de los que dirigen las campañas antiguas saben hacer política. Dedican su tiempo a comentar lo que dicen sus adversarios, lo que dicen los columnistas, los insultos de dirigentes ignotos, planifican venganzas y analizan las novelerías que vende alguien. También analizan una foto del candidato con la mirada perdida en el infinito y están en contacto con los que acarrean gente a las manifestaciones, con dirigentes que “tienen” 50 mil, 70 mil votos y quieren negociarlos. Sumadas esas ofertas, siempre hay más votantes cautivos de esos líderes que votantes en el padrón. Normalmente nosotros pedimos que la campaña dedique un 5% del tiempo a analizar los problemas de la gente. No siempre tenemos éxito. En un solo caso, los dirigentes felizmente no sabían hacer política, se dedicaron a pensar en la realidad y lograron triunfos espectaculares.
La pregunta central es ¿para qué hacemos política?, ¿para enriquecernos?, ¿para que nos reverencien?, ¿para perseguir a los que nos caen mal?, ¿para defender viejas teorías en desuso? ¿Nos interesa en realidad lo que pasa con la gente? 

Es necesario limpiar la mente de telarañas, comprender lo que ocurre en la realidad, replantear con mente abierta la política, los valores, la producción, cómo construir una sociedad distinta en la que el nivel de felicidad sea más alto. 

Esa no es tarea excluyente de un grupo o de un partido, tampoco de una generación. En todos los campos debemos dar paso a un relevo generacional, recordando que también Bernie Sanders a sus 75 años y Stéphane Hesse a los 93 han sido los voceros vibrantes de la nueva generación. En esta tarea, la prensa escrita tiene un papel irreemplazable: solamente escribiendo nos obligamos a pensar, los periódicos son el ágora de nuestros tiempos.

El pensamiento de grupo y el síndrome de Hybris. Barack Obama pasará a la historia como uno de los presidentes más importantes de los Estados Unidos. Recibió un país arruinado, logró estabilizarlo, comunicó sencillez, espontaneidad, dio un nuevo aire a la política norteamericana. Si fuese cierta la repetida frase de Carvaille “es la economía estúpido”, no habría explicación para que el 70% de los norteamericanos quiera un cambio tan radical y elija a Trump. La crisis de la democracia representativa no tiene que ver con la crisis económica, es parte de los dolores del parto de una nueva era. Los datos de las encuestas decían que había un virtual empate entre Hillary Clinton y Donald Trump. ¿Por qué las interpretaron tal mal los demócratas, el gobierno, la prensa y con esos números aseguraron que el triunfo demócrata era inevitable? No mintieron. Tenían un pequeño fundamento para creer que ocurriría lo que querían, estimulados por Hillary y su entorno, que llevan muchos años en los corredores del poder y son víctimas de las dos enfermedades del palacio: el pensamiento de grupo y el Hybris.

Irving Janis, en su libro Groupthink: psychological studies of policy decisions and fiascoes, acuñó el concepto groupthink para referirse al comportamiento de grupos dirigentes que se aíslan de quienes son críticos, obedecen a liderazgos verticales, y de tanto compartir mentiras y medias verdades, crean hipótesis que los conducen a tomar decisiones equivocadas. El círculo rojo interpretó las pequeñas diferencias de las encuestas con desmesura, se engañó a sí mismo. El pensamiento de grupo se endurece con prejuicios que descalifican a los oponentes. Pensaron que Trump era un inútil, y lo menospreciaron. No quisieron ver tanta información que contradecía sus deseos: una persona con esa biografía no podía ser un mediocre. Quien llega a ser candidato presidencial en cualquier país tiene méritos y negarlos es absurdo. Cuando quien lidera un grupo de este tipo padece síndrome de Hybris, se completa la tragedia. David Owen estudió el tema en The Hubris Syndrome: Bush, Blair and the Intoxication of Power y en In Sickness and in Power: Illness in Heads of Government During the Last 100 Years, analizando desde la psicología lo que otros hemos llamado la enfermedad del palacio. Los griegos usaron el término Hybris, desmesura, para referirse a gobernantes que se endiosan, creen ser dueños de la verdad y terminan haciendo barbaridades. 

La lectura del libro sobre Bush y Blair estremece porque permite constatar que los daños que puede producir la vanidad no tienen límites. Hemos tratado con muchos mandatarios y la inmensa mayoría de ellos sucumbieron ante este síndrome. Algunos se quedaron así para siempre. Hillary, con su currículum tan contundente, probablemente fue víctima del síndrome de Hybris, armó un grupo de pensamiento y eso la llevó a mantener hipótesis equivocadas.

Para enfrentar las enfermedades del palacio hay que contar con investigación objetiva, cultivar la modestia, la relación con colaboradores críticos que no tienen miedo de exponer sus ideas. 

Para no quedar encerrado en el palacio, es sabio salir de él y timbrar las puertas de la gente. El Tao Te King, libro fundador del taoísmo, aconseja cómo prevenir las enfermedades del palacio. Su poema final dice: “Las palabras veraces no son hermosas. /Las palabras hermosas no son veraces. /El sabio no actúa para acumular. /Cuanto más entrega a los demás /tanto más posee para sí. /Cuanto más dones ofrece a los demás /tanto más consigue para sí. /La norma del cielo es dar beneficios y no dañar. /El proceder del sabio es actuar sin luchar”. 

Una nueva política es posible. En los medios académicos norteamericanos hay una nueva estrella política: Justin Trudeau, el primer ministro de Canadá. The Economist puso en su portada a la Estatua de la Libertad coronada con una hoja de arce y la frase Liberty moves North, Canada’s example to the world. En una reunión académica improvisada en Wasgubgtib, alguien dijo que Trudeau es el único ejemplo de una nueva política en el mundo: un líder que tiene la grandeza de no creerse genial, que no tiene delirios de grandeza ni de persecución, que no usa el poder para perseguir a sus opositores, que no es pomposo, que rompe el protocolo y se mezcla con la gente. 

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