Un modo de aproximarse a los complejos asuntos contemporáneos es intentando definir la característica principal del sistema global. A mi entender, una de sus más relevantes características actuales es que se trata de un sistema sobrecargado; con exceso de contradicciones, presiones y dilemas que, más temprano que tarde, requerirán de un ajuste.
Este sistema recargado puede ser visto a través de cuatro tableros: el internacional, el mundial, el institucional y el interno. El internacional remite a las relaciones específicamente interestatales. En este tablero, el dato fundamental es la acelerada redistribución de poder, riqueza e influencia de Occidente y del Norte en la dirección de Oriente y el Sur. Como lo muestra la historia de las relaciones entre Estados, todo reacomodo sustantivo de poderío genera tensiones y puede conducir a conflictos mayúsculos. La propia experiencia de Occidente corrobora lo señalado. Ahora bien, dos notas parecen acompañar el actual power shift: una, elocuente; la otra, conjetural. La nota elocuente es la creciente resistencia de Occidente a perder, en parte, privilegios, autoridad e incidencia a favor de la multiplicidad de países intermedios, poderes emergentes y potencias reemergentes, que antes eran de la periferia. La nota conjetural genera un interrogante: ¿es la decadencia occidental una condición estructural? Hay signos —en lo demográfico y económico, por ejemplo— que tienden a confirmar ese rasgo profundo y prolongado. Así, resulta esperable una mayor conflictividad en el ámbito internacional ahora que la redistribución de poder se orienta por fuera de Occidente.
El tablero mundial toma en cuenta no solo los convencionales actores estatales, sino también a los actores no gubernamentales, desde grandes corporaciones multinacionales y calificadoras de riesgo estadounidenses hasta ONG y grupos criminales transnacionales. En ese marco, la globalización ha sido el proceso fundamental que ha marcado la política mundial en las últimas décadas. La diferencia esencial es que si hasta los noventa la globalización se percibía como sinónimo de prosperidad por varios de sus logros y muchas de sus promesas, en el siglo XXI —y con más fuerza en el último lustro— la globalización se relaciona con la inseguridad por el desempleo y la desindustrialización generados y por la reducción de sus beneficiarios (básicamente, el capital financiero). En el corazón de esa sensación de inseguridad está el auge de la desigualdad confirmada por numerosos informes y estudios. Según el World Ultra Wealth Report 2013 del banco UBS, 2.170 multibillonarios poseen una riqueza de 6.500 billones de dólares, una cantidad superior al PIB combinado de Alemania y Francia en 2013. De acuerdo con el Global Wealth Report 2013 del Credit Suisse Group, el 1% de la población posee el 46% de los activos globales y un 10%, el 86%: el 50% inferior apenas tiene el 1% del total. Según la investigación de 2011 de Vitali, Glattfelder y Battiston del Swiss Federal Institute of Technology, 147 firmas controlan, a través de una red de acciones y relaciones de propiedad, 43.060 corporaciones transnacionales. No debe sorprender entonces el incremento de las protestas sociales urbi et orbi, así como el aumento de la polarización interna en países del viejo Centro y de la nueva Periferia, por igual. No se trata de un malestar subjetivo, sino que hay razones objetivas para la crispación y el antagonismo.
La arquitectura institucional de Occidente es cada vez menos
creíble y más ilegítima
El tablero institucional hace referencia a las organizaciones de distinto tipo y al conjunto de regímenes que han predominado desde la Guerra Fría. La falta de reformas en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, la incompetencia del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, el debilitamiento de la Unión Europea y la recurrente tentación de la OTAN de convertirse en un gendarme mundial, así como la inoperancia del G-7, del G-20 y otras tantas G que se idealizan (por ejemplo, el presunto duopolio entre Washington y Beijing), han llevado a una arquitectura institucional, básicamente occidental, cada vez menos creíble y más ilegítima. El fracaso del régimen internacional antidrogas, la frustración extendida frente al principio de la responsabilidad de proteger (R2P), el persistente doble estándar frente a la no proliferación nuclear, la parálisis global respecto a los compromisos efectivos en torno a la cuestión ambiental y el gradual desinterés de las potencias establecidas hacia los asuntos del desarrollo, solo refuerzan las percepciones y creencias de quienes están saturados con la duplicidad de Occidente en un amplio abanico de temas. En ese contexto, hay que localizar iniciativas diferentes como las de la Organización de Cooperación de Shanghái, la Unión de Naciones del Sur (Unasur) y el Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica) que intentan mantener bien lejos de sus proyectos y propósitos a Estados Unidos y Europa. Con el diagnóstico anterior, es de subrayar el verdadero desgaste y el potencial descalabro de instituciones y regímenes. Hecho inquietante, pues las organizaciones y acuerdos internacionales son importantes, entre otras cuestiones, para limitar la arbitrariedad de los poderosos y para crear mecanismos de coordinación y consenso. Instituciones fallidas y regímenes malogrados son las precondiciones del unilateralismo agresivo y el multilateralismo oportunista. Y esto trasciende el tipo de liderazgo que tengan la Casa Blanca y las principales capitales europeas.
El último tablero es el interno. Y en ese terreno, el elemento más perturbador es el estado de la democracia. Desde hace años avanza, en distintas naciones, un manifiesto desencanto por la democracia liberal. Además, crecen los ensayos de democracia mayoritaria y participativa, con todos los pros y contras que manifiestan. Aumentan las plutocracias y cleptocracias en democracias más o menos instaladas que terminan bajo dominio de los ricos, de los pícaros, o de ambos. Las autocracias y regímenes autoritarios abundan. Las primaveras de liberalización se anuncian por doquier, pero colapsan de modo vertiginoso. Ya sea en virtud de presuntos requerimientos de mayor seguridad o de indispensables concesiones a favor del mercado, la democracia, ya sea formal o sustantiva, es la que termina cediendo. No es inusual entonces que conflictos de clase, étnicos y religiosos sigan elevándose en intensidad y alcance. Si los noventa prometían una nueva ola democratizadora, la última década muestra frenos y regresiones en el campo de la democracia.
Desde hace años avanza, en distintas naciones, un manifiesto desencanto por la democracia liberal
Asistimos, en breve, a un sistema global sobrecargado, ya que en todos los tableros, de manera intensa y simultánea, crecen y se entrecruzan los desencuentros, las fricciones, los peligros, las luchas, los disensos y la hostilidad. Si este diagnóstico resulta verosímil, entonces la pregunta que se impone es ¿qué esperar de tal situación sistémica? Quizá la forma más sencilla de explicación resulte la siguiente: el lector o la lectora de esta nota tiene, muy seguramente, un ordenador personal. Cualquiera que sea la marca del mismo en algún momento emite una señal de alarma consistente en indicar que el “sistema” está “sobrecargado”. Ello significa la existencia de un exceso y la imposibilidad de continuar adelante; lo cual demanda, por tanto, un ajuste. La opción disponible es reducir o eliminar algunos programas y archivos, con lo que se recupera el funcionamiento temporal. Tomando este símil como un equivalente funcional, la cuestión es: ¿qué es lo que se debe eliminar o reducir en un sistema global sobrecargado?
La fórmula de ajuste puesta en práctica en los años setenta, y que marcó el rumbo de las fuerzas y fenómenos que hoy conocemos, fue limitar gradualmente la democracia interna, la institucionalidad internacional y la legalidad mundial para preservar una globalización que resultó cada vez más inequitativa, un poder que se concentró en menos manos, un Occidente que mantuvo su centralidad pero tornándose esclerótico y un Leviatán estadounidense hipermilitarizado.
Sin duda es hora de cambiar la fórmula. Pero ello exige, entre otras, un Occidente dispuesto a entender el mundo y no a moldearlo según su inercia y antojo.
Juan Gabriel Tokatlian es director del Departamento de Ciencias Políticas y Estudios Internacionales de la Universidad Torcuato di Tella, de Buenos Aires.
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